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Francisco Guerrero es una de las más importantes personalidades de la Composición Musical de la España y Europa de su tiempo. Con un extraordinario talento musical, aplicó conceptos relacionados con las matemáticas, la física y las nuevas tecnologías (fractales y combinatoria) a la construcción de su obra, con un resultado simple y complejo a la vez, con una visión del todo en cada parte (intrínseco a los fractales). Su obra es una de las aportaciones más originales de España a la música de la segunda mitad del siglo XX y muchos expertos le consideran el compositor español más importante de la misma. Hereda de su padre (Francisco Guerrero Morales, quien tocaba el piano, el violín y el violonchelo) su vocación musical. Compaginaba sus tareas de profesor de música y organista en la iglesia granadina de San Juan de Dios con la compra de viejos pianos que reparaba para luego venderlos. Tras enseñar a su hijo nociones de solfeo y piano, decidió encomendar su educación musical al organista de la catedral de Granada. De la mano de Juan Alfonso García, Francisco Guerrero hijo adquirió conocimientos de contrapunto y armonía en unas clases poco convencionales. Allí aprendió el joven Francisco, del que sería su único maestro (quién también lo fuera de otro ilustre compositor de nuestro tiempo, Manuel Hidalgo), a “sentirse músico”. Desde muy pronto se interesa por la composición y las nuevas tendencias, creando con muy pocos medios un laboratorio de electroacústica en Radio Popular de Granada en 1969; este mismo año se se traslada a Madrid para trabajar en el laboratorio ALEA con Luis de Pablo, quien marcaría sus primeras influencias musicales: “Cuando empecé a acercarme a la vanguardia, el ejemplo que tomé fue Luis de Pablo. Yo quería ser él. Me impresionaron su obra y sus escritos”, confesó a Radio Nacional en 1983. De aquel entonces son Facturas (1969 – Primer premio de Composición ‘Manuel de Falla’ de la Universidad de Granada; posteriormente, siempre considerará esta composición con cierto recelo, pese a ello, se decidió a incluirla en su catálogo como “primera obra”; anulando todo su trabajo hasta la fecha), y Actus (1975 - Primer Premio de la Confederación Española de Cajas de Ahorro), punto de inflexión en su producción. Renuncia a la experimentación y aleatoriedad propia de sus obras de juventud y comienza una fase compositiva que ya no abandonará nunca: la búsqueda del control preciso del resultado sonoro por medio de procedimientos derivados de las matemáticas; en este caso, la combinatoria. En 1974, tras su paso por la Tribuna Internacional de Jóvenes Compositores de la UNESCO (1973) y por la Bienal de París, representando a España, compone la que será primera obra con presencia electrónica: Jondo. Instrumentos, voces y electroacústica interactúan en una composición, que mereció el Premio de Composición Gaudeamus de Holanda. A partir de este momento, Guerrero se dedicará plenamente a la composición. En 1975, junto a Alfredo Aracil, Tomás Garrido y Pablo Riviere, fundó el ‘Grupo Glosa’ dedicado a la interpretación de músicas abiertas. En 1978 comienza su proyección internacional estrenando obras en numerosos ciclos y Festivales en ciudades como Royan, Saintes, Orleans, Metz, París, Londres, Bruselas, Amsterdam. Su primera obra orquestal, Ariadna, no llegará hasta 1984, pero en todo los años que median desde Jondo, Guerrero no cesará en su labor compositiva, labrando a pulso su imagen de inconformista, y situándolo la crítica internacional, como una de las voces más interesante surgida en la nueva música de vanguardia española. Será en la música de cámara, donde se concentren algunos de los más grandes logros. Así, tras su Actus (1975), llegará dos años después una obra, de auténtica envergadura en su catálogo, el Concierto de cámara; esto es, un sexteto instrumental que ordena el material sonoro mediante las estrictas leyes de la combinatoria. Matemática y música unidas al servicio de una creación insobornable como pocas, y de una fiereza absolutamente desaforada, que se hace, todavía más latente, en Ars Combinatoria (1979-80), donde en palabras del musicólogo Stefano Russomano "se construye un universo cerrado, sólido, pero en absoluto estático y cuya superficie, en constante movimiento, se carga y descarga de energía de continuo”. Tras una breve pieza, Erótica (1978) para contralto y guitarra, aparecerán otra importante composición: nos referimos a Anemos C (1979). De ella diremos, que en su escucha se hace patente la admiración que Guerrero sentía hacia Edgar Varèse; y es que las sonoridades tumultuosas, la estratificación de los planos sonoros y la rugosidad en las texturas, son características que se contemplan en la creación de ambos músicos. La Firma de un contrato en exclusiva en 1980 con la editorial italiana Suvini Zervoni afianza dicha proyección. Fruto de esta nueva etapa son las primeras obras de madurez del compositor y el comienzo de su proyección en el extranjero: Concierto de cámara (1977), Anemos C (1978), el primer Zayin (1983) y Ariadna (1984) revelan ya una personalidad musical autónoma. En 1982 conoce al ingeniero Miguel Ángel Guillén y comienza entre ellos una relación profesional y de amistad de vital importancia para su música; juntos desarrollan el software que en adelante utilizarían tanto él como sus discípulos. Fue programador de Radio Nacional de España y miembro del Patronato del Festival Internacional de Música y Danza de Granada. En 1985 fundó el departamento de música informática de la Universidad Politécnica de Las Palmas. Su inquietud por el conocimiento y la experimentación hace que en 1987 creara un grupo de trabajo con informáticos, físicos y arquitectos (RIGEL). Quizás reflejo de esta especial simbiosis en su estilo, merece mención un ciclo de 7 piezas (cuatro para trío de cuerdas, dos para cuarteto y una para violín solo) basadas en el número 7 y que Guerrero empleó catorce años en componer. Desde mediados de los años ochenta, en obras como ‘Rhea’ para doce saxofones (1988), ‘Zayin II’ para trío de cuerda (1989) y ‘Nûr’ para coro mixto (1990), desarrolló una técnica compositiva basada en los procedimientos de la geometría fractal. Así, con la ayuda de un programa informático, el elemento generador, que Guerrero llama “semilla”, se reproduce a diferentes escalas mediante reglas de transformación establecidas por el compositor, quien consigue de este modo una gran coherencia entre la macroforma y la microforma de la obra, entre las partes y el todo. El apartado camerístico con dos obras, en un particular y, no tan arbitrario, binomio: Rhea (1988) para doce saxofones y Delta Cephei (1992) para conjunto instrumental. La inusitada y violenta tímbrica de la primera da paso en la segunda, a una de las partituras más avanzadas de Guerrero, donde ya se apunta, la que será gran preocupación matemático-musical del jiennense: los fractales, tomados de diversas teorías provenientes de la física del caos. Para José Luis García del Busto el “procedimiento fractal implica la autogeneración del material a partir de un pequeño núcleo – o semilla – para dar resultados en los que cualquier parte coincide con el todo”. Dos clarinetes y un trío de cuerda sirven a Guerrero para jalonar un discurso de gran tensión y de sobrecogedora agógica. Describía así su vocación de compositor: “El acto de componer es un acto místico, del mismo modo que la invención y el descubrimiento científicos. […] es un acto religioso, profundo e íntimo”. Donde, sin lugar a dudas, Guerrero gestó su gran obra, fue en el terreno del cuarteto de cuerdas. Ello hubiera sido imposible de no haber contado con el entusiasmo y la implicación en el proyecto del soberbio Arditti String Quartet. Sin más preámbulos, nos venimos refiriendo a Zayin (I-VII), un monumental conjunto de cuartetos, tríos y hasta una página para violín solo, compuestos a lo largo de catorce años (1983-1997), que resumen, cada uno de ellos, las diferentes etapas compositivas de su autor: desde la combinatoria a la fractalidad. En total, algo más de una hora de música, de una elevada intransigencia instrumental, que compendia, sin ambages, una obra esencial en la historia de la música contemporánea, cuyo estreno completo tuvo lugar en 1997, en el sevillano Teatro Central. Junto a la labor de creador, Francisco Guerrero desempeña la docencia, fundamental para varias generaciones de brillantes compositores salidos de su taller. Adolfo Núñez, Alberto Posadas y Alfonso Casanova, entre otros, recibieron sus enseñanzas gratuitas en las que, como solía decir, se trabajaba “la técnica en casa y la estética en el bar”. No es de extrañar, que en busca de ese “arte potente”, que Guerrero preconizaba y que intentaba alcanzar en cada una de sus creaciones, el compositor recalara en la electroacústica. Y pese a que su trabajo en este ámbito no es nada extenso: sólo tres obras, dos de ellas han quedado como ejemplificaciones perfectas de las indagaciones musicales de su autor. Así Rigel (1993) pero sobre todo Cefeidas (1990) pueden escucharse como sendas obras de arte electrónicas, que llevan sus materiales al límite y que constituyen, tomándole prestada la acepción al último Nono, una verdadera y singular “tragedia de la escucha”. El último periodo compositivo de Guerrero, iniciado en 1990, estaría marcado por los fractales. La lectura en 1984 de un artículo de Martin Gardner, publicado en la revista Investigación y ciencia, y el encuentro con el ingeniero informático Miguel Ángel Guillén serían cruciales para la gestación de sus últimas obras al amparo de estos procesos. De la aplicación de modelos fractales a la música nacerían Sahara (1991), Oleada (1993), los Zayines III al VII, Coma Berenices (1997)…, obras fundamentales en su catálogo y legado final del compositor. El temperamento a menudo irascible de Guerrero encontró en la escritura orquestal el medio más adecuado para expresarse a través de unas partituras de un radicalismo sin concesiones, y a la vez, de un estructuralismo tremendamente estricto y conciso, fruto de su interés por la metodología científica. Si exceptuamos las obras fuera de catálogo, nos quedamos con cinco composiciones orquestales: Antar Atman, Ariadna, Sáhara, Oleada y Coma Berenices. En ellas, a menudo, se ha querido ver cierta similitud con las obras sinfónicas de Xenakis. Pero la construcción monolítica y más hierática de las partituras del genio greco-francés, se torna en Guerrero, en una musicalidad igualmente indomable y salvaje, pero de tonalidades más mediterráneas y de contrastes menos abruptos. A tal efecto citaremos la escritura indoblegable y extrema de Sáhara y la complejísima y dramática Coma Berenices, cuya audición se nos antoja infinita, pues es una obra que demanda volver a ella una y otra vez. Fue nombrado Académico de Bellas Artes de Granada y la Junta de Andalucía le otorgó el Premio Andalucía de Música en 1994. En 1997 los proyectos de una ópera, La Papisa Juana, se vieron truncados de manera abrupta por la muerte prematura del músico, cuando sólo contaba 46 años. Su muerte súbita en Madrid, el 19 de octubre de 1997, tampoco le permitió terminar la orquestación de la totalidad de las piezas que integran ‘Iberia’ de Isaac Albéniz, la obra española del siglo XX que más admiraba y de la que decía: “Es una música fastuosa, fabulosa, una extraordinaria obra maestra, de una riqueza casi inagotable”. El fallecimiento repentino del compositor lo elevó a la categoría de mito y ocasionó tras su muerte un boom sin precedentes en la interpretación de su música. La extrema dificultad de sus obras, la falta de entendimiento con los intérpretes nacionales –no habituados a las exigencias que planteaba su escritura–, sumados a un carácter fuerte y dado a la polémica, propiciaron que gran parte de su producción desde los años 80 fuera estrenada en el extranjero. Éxitos como el obtenido en el Festival de Música Contemporánea de Metz en 1991 con el estreno de Sahara avalan su reconocimiento internacional. |
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